martes, 6 de noviembre de 2018

La Historia de La Ranita

A petición de un gran amigo, hoy contaré una de las historias sobre las que hablé en el post Truenos, soledad y recuerdos... (que por si no lo leíste, está por aquí...).
De corazón, espero que la disfrutes tanto como yo.


Había una vez, en un reino lejano, un rey que tenía tres hijos varones. Al cumplir el más chico la mayoría de edad, la reina decidió que era el momento de que los tres jóvenes fueran a explorar nuevas tierras y que no regresaran hasta haber conseguido cortejar a alguna doncella, preferentemente adinerada o proveniente de buena familia (y bonita, además). Quien lograra convencer al rey de que su acompañante era la adecuada, obtendría la bendición del rey, la corona y dirigiría las tierras que poseían en compañía del príncipe que la había presentado.
Los tres hijos salieron por distintos rumbos, explorando tierras lejanas y buscando la mujer perfecta, pero no podían hallarla; alguna era  muy bonita, pero de familia pobre, otra inteligente, pero fea, una más adinerada, pero mal educada, ninguno hallaba a la candidata ideal.
Pasado cierto tiempo, el hijo menor se enteró a través de una carta, de que sus dos hermanos habían encontrado con la persona ideal, él, decepcionado, se sentó a comer y descansar en riachuelo que encontró por ahí.
Luego de un rato, un sonido armonioso lo despertó.
Zum, zum, cantaba la rana,
zum, zum, debajo del agua,
zum, zum, cantaba la rana debajo del agua.
—¡Pero qué hermosa voz! ¿Quién cantará de esa forma tan dulce y hermosa? De ser una linda joven me casaría con ella— articuló el sensible príncipe.
—Soy yo ¿Es que acaso no puedes verme? ¿es en serio que te casarías conmigo?— expresó un poco molesta, pero sorprendida una pequeña ranita entre los nenúfares.
Ambos empezaron a platicar de ello y muchos temas más y las horas pasaron como si minutos fueran, descubrieron que podían ser grandes amigos y que aquella amistad podía perdurar.
Llegada la noche, el príncipe armó su casita de acampar cerca del riachuelo y la ranita le hizo compañía.
Luego de unos días más, el príncipe recibió una carta más de su padre, esta vez con un aviso, era momento de regresar. Él, agobiado decidió invitar a su nueva amiga a tal celebración, preocupado porque ella era un animal y no un humano y no había candidata como esperarían sus padres.
En el carruaje, él rogaba porque su padre no se molestara por la ausencia de alguna joven que le acompañara. Permanecía simplemente agobiado por la falta de una mujer que le acompañara, la ranita simplemente lo tranquilizaba:
—No te agobies, todo saldrá bien, tú confía en mí— repetía para él.
Casi llegando al reino, ya estaban sus hermanos mayores con sus bonitas amigas con ellos, los reyes aparentaban amabilidad, pero sabían que ellas no eran las personas adecuadas para el reino.
Sin esperanzas,  el rey vio a su hijo corrió ante él, mostró amabilidad e interés por ambos y para su sorpresa encontró muy amable e inteligente a su nueva huésped, sin embargo se hallaba sorprendido porque era un animal y no una chica quien acompañaba a su hijo.
Para el gran baile, la ranita mandó hacer vestidos muy bonitos de materiales exclusivos como la tela de cabeza de indio.
Las otras dos no podían esconder su envidia, mandaron a hacer vestidos iguales.
Antes de la gran cena, la ranita se convirtió en una hermosa princesa. Seguía siendo imitada en todo movimiento por las celosas candidatas, los cubiertos los sostenían de la misma forma, bebían del agua cuando ella lo hacía, incluso hasta la misma cantidad, además, cuando llegó el momento de comer algo de pollo, imitaron el acto de meter los huesos entre el busto para caer en el corsé.
Finalizada la cena y llegando el momento del baile, la pareja más joven se unió al baile armoniosamente al ritmo del vals, esquivaban por todo el piso huesos de pollo, era casi inevitable resbalar con ellos, pero no fue obstáculo. Las mujeres celosas esperaban que hubieran tropezado, pero no lo consiguieron, "al menos que caigan los mugrosos huesos" pensaban.
En lugar de huesos, comenzaron a caer perlas de las faldas de la princesa.
El rey, fascinado exclamó con orgullo que ella sería quien reinaría en sucesión, pronto organizó la boda y vivieron en el palacio felices por siempre.
Créditos a: Diana Reséndiz

FIN

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